sábado, 22 de febrero de 2014

El amor abulense de Rubén Darío


Rubén Darío, figura inconmensurable de la poesía hispana, introductor del Modernismo en España, vivió en muchas capitales, pero fue en su estancia en Madrid donde una tarde aconteció lo más trascedente de su vida; corta por haber muerto a los 49 años: haberse topado en un parque con una joven jardinera abulense de 20 años llamada Francisca Sánchez del Pozo. Son esas historias; esas parcelas de las vidas de los grandes personajes, que de cuando en cuando resultan sorprendentes toparse con ella por insólitas.

Entre 1899 y 1914 –quince años- Francisca Sánchez del Pozo (1879-1963) fue la mujer más importante de la vida sentimental del gran poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), de quien tuvo tres hijos y a quien acompañó en el periplo del poeta por varias capitales europeas. Rubén Darío murió en 1916 en León, Nicaragua, víctima de una grave afección del hígado, producto de los abusos del alcohol. Dos años antes había embarcado en Barcelona para su tierra, despidiéndose para siempre de su fiel y querida Francisca. La dejó en España para irse a morir a su tierra americana. Aquella decisión tremenda no es fácil comprenderla y menos asimilarla, no por censurable o reprobable, sino por misteriosa e infrecuente. Qué complejos son a veces los designios humanos. Como impresiona ver la última foto del poeta –mostrada más abajo-,  ya en sus últimos días de vida. Su heredera universal fue aquella mujer abulense, que se hizo cargo durante cuarenta años del extenso y rico archivo personal del poeta, cercano a los 5.000 documentos, que ella acabó donando en 1956 a la Universidad Complutense de Madrid, gracias a la brillante gestión personal de una intelectual como Carmen Conde y de su marido Antonio Oliver Belmás, profesor de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense y primer director del Seminario-Archivo "Rubén Darío".


Lo asombroso de aquella relación está en cómo se conocieron y en el lugar en qué se conocieron. Fue en Madrid en 1899, durante un paseo de Rubén Darío acompañado de Ramón del Valle-Inclán por los jardines del Campo del Moro, al pie del Palacio Real, poco tiempo antes de que el ilustre escritor gallego perdiese su brazo izquierdo en un café de la Puerta del Sol. Rubén Darío estaba en Madrid en calidad de corresponsal del diario La Nación. Había llegado en 1899 para seguir lo de la pérdida de las colonias españolas de América. Aquella tarde se encontró con una joven de 20 años que ayudaba en las tareas de conservación de los jardines a su padre, jardinero real. Se llamaba Francisca Sánchez del Pozo, a quien en la intimidad acabó llamando Tataya. Tras aquel encuentro fortuito que tanto debió de impresionar al poeta, vinieron otros, hasta el día del mismo año en que Darío acudió al pueblo para proponerle a sus padres que dejaran venir a Francisca con él a París, pero no para casarse con ella puesto que él lo seguía estando con la también nicaragüense Rosario Murillo, habiéndosele denegado el divorcio. Su primera mujer había fallecido. Idéntica situación fue la de Antonio Machado en sus años de Soria cuando conoció y se casó con la joven posadera Leonor Izquierdo.


Francisca Sánchez y su familia eran naturales de Navalsaúz, un pueblecito de la Sierra de Gredos de Ávila, que como tantas familias entonces emigraron a la capital en busca de trabajo. Francisca, aquella joven jardinera, era analfabeta, muy propio de una época en que los gobiernos en España tenían absolutamente abandonada a la población, inmersa en penurias y miserias. En la estancia de París en 1900, entre el propio Rubén Darío y el poeta Amado Nervo, Francisca aprendió todo lo que tenía que aprender. Nada era distinto de la situación que vivió entonces en Madrid una joven como como Consuelo Vello La Fornarina, que también supo alzarse a tiempo con la cultura que carecía. Personas admirables vistas desde cualquier perspectiva. 

En octubre de aquel mismo año 1899, Rubén Darío se pone en marcha hacia la aldea de Navalsaúz en busca de Francisca para llevársela a París. Tuvo que ser un viaje apasionante por la Castilla rural más pobre y humilde –”el imperio de lo primitivo”, lo definió-, del que el poeta dejó un detallado relato, escrito con maestría y respeto a la realidad sombría que iba descubriendo. Eran las fiestas patronales de la Virgen del Rosario. Primero se desplazó en tren hasta Ávila y luego a lomos de un burro durante 60 kilómetros por caminos y montes, ayudado por un guía. Una expedición a lo desconocido. Estas fueron sus impresiones nada más entrar en la aldea de Francisca: “Y diviso el pueblo: un montoncito de casucas entre peñascos con una alameda al lado de la puerta. Estamos en el imperio de lo primitivo. Buen fuego, si, se me ofrece, y ricos chorizos y patatas, y sabroso vino. Duermo a maravilla. A la mañana siguiente, vivo en plena pastoral. Se me conduce aquí y allá entre cabras y vacas y ovejas. Estoy en la pastoría.  

Después, a la iglesia, en donde las mozas están adornando a la Virgen.  El traje de la paleta es curioso y llamativo. Más de una vez lo habéis visto en las comedias y zarzuelas. Falda corta y ancha, de gran vuelo que deja ver casi siempre macizas y bien redondas pantorrillas; la media calceta es blanca y el zapato negro. En corpiños y faldas gritan los mas furiosos colores. Al cuello llevan un pañuelo, también de vivas tintas y flores, y otro en la cabeza, atado por las puntas. Le cuelgan de las orejas hasta los hombros enormes pendiente, y usan gargantillas y collares en gran profusión. El pelo va recogido en un moño de ancha trama y resalta sobre el moño la gran peineta que a veces es de proporciones colosales. Generalmente no llevan sortijas en sus pobres manos oscuras, hechas a sacar patatas y cuidar ganados. Al entrar yo en la iglesia, las muchachas cantaban, adornando con gran muchedumbre de flores la imagen de la patrona, la Virgen del Rosario.”

Tuvieron tres hijos en común. Dos murieron al poco de nacer, una niña y un niño. Sobrevivió el tercero, de nombre Rubén Darío, "Guicho", aunque falleció no mucho después en México. Con la pareja vivió siempre María, hermana de Francisca. Llegó 1914 y habría de sobrevenir la tragedia para la familia. Rubén Darío, ya muy enfermo, embarca en Barcelona para Nicaragua, pasando unos meses primero en Nueva York. Falleció en León en 1916 sin haber podido despedirse de Francisca ni de su hijo. Darío poco antes redactó el testamento dejándole todo lo que tenía a ella y al niño. Ella se volvió a Navalsaúz, donde habría de casarse con José Villacastín, interesante personaje capaz de entregarse en cuerpo y alma a la recopilación universal del legado literario del poeta. Tuvieron tres hijos, y estos otros, hasta llegar a una nieta, hoy muy conocida en los medios televisivos, la periodista Rosa Villacastín, entregada a las labores de catalogación del archivo del poeta. Francisca Sánchez, su abuela, falleció el 6 de agosto de 1963 a los 84 años.


A Francisca Sánchez del Pozo  por Rubén Darío

Francisca, tu has venido


en la hora segura:


la mañana es obscura


y esta caliente el nido.


Tu tienes el sentido


De la palabra pura,


Y tu alma te asegura


El amante marido.


Un marido y amante


Que, terrible y constante,


Será contigo dos.


Y que fuera contigo,


Como amante y amigo,


Al infierno o a Dios.


Francisca, es la alborada,


Y la aurora es azul:


El amor es inmenso


Y eres pequeña tu.


Mas en tu pobre urna


Cabe la eterna luz,


Que es de tu alma y la mía


Un diamante común.


La fuente dice: "Yo te he visto soñar."


El árbol dice: "Yo te he visto pensar."


Y aquel ruiseñor de los mis años


Repite lo del cuervo: "¡Jamás!"


Francisca, se suave


Es tu dulce deber:


Se para mi un ave


Que fuera una mujer.


Francisca, se una flor


Y mi vida perfuma,


Hecha toda de amor


Y de dolor y espuma.


Francisca, se un ungüento


Como mi pensamiento:


Francisca, se un flor


Cual mi sutil amor;


Francisca, se mujer,


Como se debe ser...


Saber amar y sentir


Y admirar como rezar...


Y la ciencia del vivir


Y la virtud de esperar.


Seguramente Dios te ha conducido


Para regar el árbol de mi fe;


Hacia la fuente de noche y de olvido,


Francisca Sánchez, acompáñame!


 

FUENTE: MadridLaCiudad

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