Hace veinte años la academia sueca reconocía el trabajo de José
Saramago con el Premio Nobel de Literatura: “Por su capacidad para
volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por
la imaginación, la compasión y la ironía”. El mayor reconocimiento que
puede recibir un escritor en vida, le llegaba al portugués después de
consagrar su repertorio literario con novelas como Levantado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) y La balsa de piedra (1986).
Había
nacido en 1922, en una fraguesia (un tipo de organización
administrativa) cerca del río Tajo, a unos 120 kilómetros de Lisboa. Sus
padres eran campesinos y tenían pocas tierras. Y su apellido, que ahora
es uno de los más recordados en la literatura, fue un error del
registrador, que en lugar de ‘Sousa’, escribió ‘Saramago’.
Años
después se mudó con su familia a Lisboa y allí, a los 12 años, empezó a
estudiar en una escuela industrial. Además de los saberes técnicos, tuvo
una sólida formación humanística: se acercó a los clásicos y aprendió
de memoria varios fragmentos de sus libros favoritos. Siempre fue un
alumno destacado, hasta que sus padres no pudieron seguir pagando sus
estudios.
Trabajó durante dos años en una herrería para mantener a
su familia. Luego tuvo un cargo de administración de la seguridad
social. Se casó, empezó a escribir, y en 1947, el mismo año que nació su
primera hija, publicó sin éxito Tierra de pecado, su primera novela. Por ese tiempo escribió también Claraboya, que solo fue publicada en 2012, dos años después de su muerte.
Su
relación con la literatura se rompió por casi veinte años. Decía que no
tenía mucho para decir, y que cuando eso pasaba, lo mejor era callar.
Entonces trabajó en una compañía de seguros, al tiempo que era
periodista en un periódico portugués, del que fue expulsado por razones
políticas. Fue crítico literario, comentarista cultural y participó de
la Asociación portuguesa de escritores.
Fue perseguido y censurado
por la dictadura de Antonio de Oilveira Salazar. Se dedicó a ser editor
y en sus tiempos libres traducía a Baudelaire, Tólstoi y Maupassant.
Más tarde se sumó a la ‘Revolución de los claveles’, el levantamiento
militar que dio fin al ‘Estado Novo’ que promovía Salazar. Y desde 1976
recuperó su relación con la literatura, publicando casi sin descanso.
Aparecieron entonces sus obras más recordadas: El evangelio según Jesucristo en 1991, Ensayo sobre la ceguera en 1995, y Todos los nombres en 1997. Al año siguiente obtuvo el nobel. Y luego vinieron La caverna (2000), El hombre duplicado (2002), Ensayo sobre la lucidez (2004), y Las intermitencias de la muerte (2005). Todas alegorías de la vida, del hombre y del pensamiento.
Escribió
hasta el final de sus días, como ha sido constante en los grandes
genios, y dejó treinta páginas de una novela iniciada. En 2010, una
leucemia crónica le provocó un fallo en los demás órganos y murió a los
87 años.
Ocho
años después de su muerte, la literatura del siglo XX lo recuerda como
uno de sus más grandes exponentes. Sus obras han sido la bisagra entre
dos siglos y han puesto sobre la mesa las letras de una vida dedicada al
pensamiento.
tres fragmentos de sus obras más conocidas para recordarlo:
Ensayo sobre la ceguera (1995)
“Nadie
lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris
se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como
porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las
cejas repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar,
son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a
la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún
quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida,
una luz roja, redonda, en un semáforo. ¡Estoy ciego, estoy ciego!,
repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las
lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que
estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces
son nervios, dijo una mujer”.
La caverna (2000)
“Entre
las chabolas y los primeros edificios de la ciudad, como una tierra de
nadie separando las dos partes enfrentadas, hay un ancho espacio libre
de construcciones, pero, mirándolo con un poco más de atención, se
observa no sólo una red de huellas entrecruzadas de tractores, ciertas
explanaciones que sólo pueden haber sido causadas por grandes palas
mecánicas, esas implacables láminas curvas que, sin dolor ni piedad, se
llevan todo por delante, la casa antigua, la raíz nueva, el muro que
amparaba, el lugar de una sombra que nunca más volverá a estar. Sin
embargo, tal como sucede en las vidas, cuando creíamos que nos habían
quitado todo, y de pronto descubrimos que nos queda algo, también aquí
unos fragmentos dispersos, unos harapos emporcados, unos restos de
materiales de deshecho, unas latas oxidadas, unas tablas podridas, un
plástico que el viento trae y lleva nos muestran que este territorio
había estado ocupado antes por los barrios de marginados”.
Caín (2009)
“Cuando
el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a adán y
eva, perfectos en todo lo que se mostraba a la vista, no les salía ni
una palabra de la boca ni emitían un simple sonido, por primario que
fuera, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había
nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima
falta, mientras que los otros animales, producto todos ellos, así como
los dos humanos, del hágase divino, unos a través de mugidos y rugidos,
otros con gruñidos, graznidos, silbos y cacareos, disfrutaban ya de voz
propia. En un acceso de ira, sorprendente en quien todo lo podría
solucionar con otro rápido fíat, corrió hacia la pareja y, a uno y luego
al otro, sin contemplaciones, sin medias tintas, les metió la lengua
garganta adentro. En los escritos en los que, a lo largo de los tiempos,
se han ido consignando de forma más o menos fortuita los
acontecimientos de esas remotas épocas, tanto los de posible
certificación canónica futura como los que eran fruto de imaginaciones
apócrifas e irremediablemente heréticas, no se aclara la duda de a qué
lengua se refería, si al músculo flexible y húmedo que se mueve y
remueve en la cavidad bucal y a veces fuera, o al habla, también llamado
idioma, del que el señor lamentablemente se había olvidado y que
ignoramos cuál era, dado que no quedó el menor vestigio, ni tan siquiera
un corazón grabado en la corteza de un árbol con una leyenda
sentimental, algo tipo te amo, eva”.
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