El primer acercamiento a él fue una revelación, aunque pensándolo
bien, urdió como una iluminación. Debía tener yo 19 años y el ansia de
devorar el mundo de una sola bocanada. Se hablaba de su leyenda
misteriosa, de su sepulcral silencio a los 20 años, de su barco ebrio
que muchos hemos montado gozosos, de su tormentosa relación con Paul
Verlaine, de la mítica temporada en el reino de Satán, de que dio color a
las vocales. Tantas cosas se decían de él, que lo mejor era aventurarse
en su lectura.
Me inicié con Iluminaciones (al parecer, su despedida literaria) y me
subyugaron sus imágenes, sus chapoteos con el lenguaje, esos cuadros
maravillosos que deleitan los sentidos. Me parecía increíble que ese
joven poeta nacido en la provincia remota francesa de Charleville, con
una mamá tan implacable como “casquetes de plomo”, fuera capaz con la
sola imaginación de transportarnos a mundos audaces y desconocidos, de
utilizar la imagen como un don prodigioso y dejarnos lelos y felices a
un lado de los caminos y él perderse en el confín del bosque mientras
que “una muchacha de labios de naranja, cruzadas las rodillas en el
claro diluvio que surge de los prados”, nos sedujera impertinente con la
perversión de su mirada. O que en “Despertar de embriaguez” avisara “el
tiempo de los asesinos”.
Y como dice su traductor, el poeta cubano Cintio Vitier, con
inteligente fruición: “Lo que el poeta ve no lo imagina, sino que lo ve
como imagen, como algo que aparece apresado por su imaginación, tan
inseparable y distinto de ella que Rimbaud llama a esas apariciones, en
un mismo tiempo de intuición, sus hijas y sus reinas”.
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