viernes, 23 de septiembre de 2016

El mundo de la cultura está conmemorando los 125 años de muerte de Arthur Rimbaud

El primer acercamiento a él fue una revelación, aunque pensándolo bien, urdió como una iluminación. Debía tener yo 19 años y el ansia de devorar el mundo de una sola bocanada. Se hablaba de su leyenda misteriosa, de su sepulcral silencio a los 20 años, de su barco ebrio que muchos hemos montado gozosos, de su tormentosa relación con Paul Verlaine, de la mítica temporada en el reino de Satán, de que dio color a las vocales. Tantas cosas se decían de él, que lo mejor era aventurarse en su lectura.

Me inicié con Iluminaciones (al parecer, su despedida literaria) y me subyugaron sus imágenes, sus chapoteos con el lenguaje, esos cuadros maravillosos que deleitan los sentidos. Me parecía increíble que ese joven poeta nacido en la provincia remota francesa de Charleville, con una mamá tan implacable como “casquetes de plomo”, fuera capaz con la sola imaginación de transportarnos a mundos audaces y desconocidos, de utilizar la imagen como un don prodigioso y dejarnos lelos y felices a un lado de los caminos y él perderse en el confín del bosque mientras que “una muchacha de labios de naranja, cruzadas las rodillas en el claro diluvio que surge de los prados”, nos sedujera impertinente con la perversión de su mirada. O que en “Despertar de embriaguez” avisara “el tiempo de los asesinos”.

Y como dice su traductor, el poeta cubano Cintio Vitier, con inteligente fruición: “Lo que el poeta ve no lo imagina, sino que lo ve como imagen, como algo que aparece apresado por su imaginación, tan inseparable y distinto de ella que Rimbaud llama a esas apariciones, en un mismo tiempo de intuición, sus hijas y sus reinas”.

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