España rinde homenaje a Antonio Machado, el poeta más joven de la Generación del 98, en el 77 aniversario de muerte. El escritor nació en Sevilla en el año 1875 y murió en un albergue francés cuando viajaba para exhiliarse en el país vecino. Algunas de sus obras más populares son Soledades o Campos de Castilla. Además, el álbum 'Dedicado a Antonio Machado, poeta', del cantautor Joan Manuel Serrat, contribuyó a la recuperación y popularización del poeta.
Murió y quedó enterrado en el cementerio de
Collioure, acompañado de su madre, que le siguió en su muerte. Allí
quedó, cumpliéndose su voluntad. Y allí debe quedar para siempre. En
ningún otro sitio puede estar mejor para afirmarnos su memoria, dándonos
ese testimonio perdurable de su destierro, que en ese bellísimo
«cementerio marino» de Collioure, no muy lejos del que eligió Paul
Valery para sí mismo. El sentido y significado ejemplar de toda su vida
perdura allí como testimonio de su sacrificio, al que le llevó su
fidelidad española, su religiosa pasión política española, tan
inseparable de su vida y de su poesía como la de Unamuno. Ojalá el
poderoso vasco hubiera podido testimoniarnos también perdurablemente su
«destierro espiritual» de España en el pequeño cementerio que rodea la
iglesita de Urruña, al otro lado del Bidasoa, donde tantísimas veces le
oímos decir que querría quedarse cuando muriera. Y no en un nicho de
pared, sin haber podido tocar la tierra, simbolizándonos angustiosamente
su destierro español en España misma. Allí, en su tierra vasca, él
también hubiera encontrado su paz. Allí estaba su sitio.
«En España no le dejan a uno ni morirse en paz»,
cuentan que dijo poco antes de morir José Ortega y Gasset. Como Machado y
Unamuno, padeció el filósofo esa agonía española de veraz repúblico. Y
como Azaña, que vivió y murió de ella, y de quien también quedaron para
siempre sus restos en tierra francesa, para damos su memorable
testimonio, cuando allí se le «rompió el corazón».
No me acuerdo ahora si fue Ortega o Machado,
Unamuno o Azaña el que me contestó una vez, al preguntarle cómo estaba,
diciéndome: «Cansado de español». Creo que cualquiera de ellos pudo
contestármelo.
Dejen los fariseos que aquellos españoles descansen
en paz. No continúen (también) el macabro trasiego, el tráfico
indecoroso de cadáveres ilustres que inició el franquismo para
enmascarar malas conciencias, gusaneras, tal vez, de remordimientos. Los
muertos caídos fuera de España, porque no pudieron o no quisieron
volver a ella en vida, deben quedar en los sitios donde cayeron,
dándonos ese testimonio histórico de su destierro que honra su vida
entera. Todavía recordamos cómo se trajeron (disecados y pintarrajeados)
los mortales restos de dos «andaluces universales», Manuel de Falla y
Juan Ramón Jiménez, que nunca quisieron volver a España en su vida. A la
pregunta de por qué no volvía, Falla solía responder: «Yo volveré a
España cuando todos los españoles se pongan de acuerdo.» ¿Creen de veras
los desenterradores patrioteros que hubiera vuelto ahora?
Otra cosa sería (y también testimonio histórico)
que trajesen a su panteón del real sitio de El Escorial los restos del
último rey, que allí tiene el «último sitio» todavía aguardándole. «Y no
digo más, aunque pudiera», que diría Sancho.
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