miércoles, 24 de febrero de 2016

"Caminante, no hay camino; se hace camino al andar", se cumplen 77 años de la muerte de Antonio Machado

España rinde homenaje a Antonio Machado, el poeta más joven de la Generación del 98, en el 77 aniversario de muerte. El  escritor nació en Sevilla en el año 1875 y murió en un albergue francés cuando viajaba para exhiliarse en el país vecino. Algunas de sus obras más populares son Soledades o Campos de Castilla. Además, el álbum 'Dedicado a Antonio Machado, poeta', del cantautor Joan Manuel Serrat, contribuyó a la recuperación y popularización del poeta.

Murió y quedó enterrado en el cementerio de Collioure, acompañado de su madre, que le siguió en su muerte. Allí quedó, cumpliéndose su voluntad. Y allí debe quedar para siempre. En ningún otro sitio puede estar mejor para afirmarnos su memoria, dándonos ese testimonio perdurable de su destierro, que en ese bellísimo «cementerio marino» de Collioure, no muy lejos del que eligió Paul Valery para sí mismo. El sentido y significado ejemplar de toda su vida perdura allí como testimonio de su sacrificio, al que le llevó su fidelidad española, su religiosa pasión política española, tan inseparable de su vida y de su poesía como la de Unamuno. Ojalá el poderoso vasco hubiera podido testimoniarnos también perdurablemente su «destierro espiritual» de España en el pequeño cementerio que rodea la iglesita de Urruña, al otro lado del Bidasoa, donde tantísimas veces le oímos decir que querría quedarse cuando muriera. Y no en un nicho de pared, sin haber podido tocar la tierra, simbolizándonos angustiosamente su destierro español en España misma. Allí, en su tierra vasca, él también hubiera encontrado su paz. Allí estaba su sitio.

«En España no le dejan a uno ni morirse en paz», cuentan que dijo poco antes de morir José Ortega y Gasset. Como Machado y Unamuno, padeció el filósofo esa agonía española de veraz repúblico. Y como Azaña, que vivió y murió de ella, y de quien también quedaron para siempre sus restos en tierra francesa, para damos su memorable testimonio, cuando allí se le «rompió el corazón».

No me acuerdo ahora si fue Ortega o Machado, Unamuno o Azaña el que me contestó una vez, al preguntarle cómo estaba, diciéndome: «Cansado de español». Creo que cualquiera de ellos pudo contestármelo.

Dejen los fariseos que aquellos españoles descansen en paz. No continúen (también) el macabro trasiego, el tráfico indecoroso de cadáveres ilustres que inició el franquismo para enmascarar malas conciencias, gusaneras, tal vez, de remordimientos. Los muertos caídos fuera de España, porque no pudieron o no quisieron volver a ella en vida, deben quedar en los sitios donde cayeron, dándonos ese testimonio histórico de su destierro que honra su vida entera. Todavía recordamos cómo se trajeron (disecados y pintarrajeados) los mortales restos de dos «andaluces universales», Manuel de Falla y Juan Ramón Jiménez, que nunca quisieron volver a España en su vida. A la pregunta de por qué no volvía, Falla solía responder: «Yo volveré a España cuando todos los españoles se pongan de acuerdo.» ¿Creen de veras los desenterradores patrioteros que hubiera vuelto ahora?

Otra cosa sería (y también testimonio histórico) que trajesen a su panteón del real sitio de El Escorial los restos del último rey, que allí tiene el «último sitio» todavía aguardándole. «Y no digo más, aunque pudiera», que diría Sancho.

 

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